domingo, 8 de marzo de 2009

La dignidad de la imagen de Dios: el Hombre, ser personal.

Desarrollo histórico de la noción de persona
La Biblia no posee el término persona. Pero hemos visto que describe al hombre por medio de una triple relación: de dependencia, frente a Dios; de superioridad, frente al mundo; de igualdad, frente al tú humano. A este origen religioso de la idea de persona parece orientar igualmente una contratación que resulta ya tópica y que se encuentra en autores de muy diversas ideologías: el pensamiento griego no conoció ni el término ni el concepto de persona.
Fue con ocasión de los debates sobre el misterio de la Trinidad cuando se atacó por primera vez explícitamente el problema no meramente terminológico, sino metafísico, de la distinción entre naturaleza o esencia y sujeto o persona. La persona, pues, consiste en la relación. Esta no es algo meramente sobrevenido a aquella; es más bien la persona misma. Cuando los Padres afirman que al hombre le son inherentes un valor y una dignidad incomparables, están exagerando equivalentemente lo que el término persona notifica.
Pero el primer intento de acuñar una definición precisa de la persona humana se debe a Boecio. La persona es “naturae rationalis individua substantia”. Para bien o para mal, la definición de Boecio va a hacer época. Con Santo Tomás la línea iniciada por Boecio se consolida. En su definición de persona es capital la noción de subsistencia: por tal se entiende aquella realidad que existe en y por sí, no en otra. En el fondo de esta posición late el viejo prejuicio aristotélico contra la relación. La definición de Duns Escoto está más próxima a Ricardo de San Víctor que a Boecio: “persona es la sustancia incomunicable de naturaleza racional”. A su juicio, el acento de la definición debe recaer en la incomunicabilidad; mientras que la naturaleza es comunicable, la persona es incomunicable.
El yo de Descartes es la autoconciencia cogitante ensimismada en su operación ad intra. Se trata además de una conciencia acorporéa; el sujeto que piensa-en-su-pensar se percibe como realmente distinto de su cuerpo y, por ende, como radicalmente extraño a su mundo circundante. Con esta reducción del yo a la conciencia se inicia el proceso de pérdida de la persona, que en Hume conducirá a ver en la conciencia humana un simple “haz o colección de percepciones”. Avanzando en este proceso, el idealismo romántico sacrificará el yo singular al Espíritu absoluto y objetivo, y el marxismo clásico sumergirá ña subjetividad de la persona concreta en el anonimato colectivista de la sociedad.
Sólo había un modo de rehabilitar la condición personal del hombre; consistía en recuperar la categoría clave de relación interhumana. Scheler dará un paso más con su “personalismo ético”. Las instituciones schelerianas van a ser desarrolladas ulteriormente por el personalismo dialógico. Sus dos más destacados representantes, F. Ebner y M. Buber, coinciden en asignar a Feuerbach el mérito de haber descubierto la fecundidad de la relación yo-tú, aunque luego no profundizase en ella. La situación humana fundamental es la situación dialogica, lo que se cierne entre dos existencias personales; más allá de los subjetivo, más acá de lo objetivo, en el filo agudo en el que el yo y el tú se encuentran, se halla al ámbito del entre. A nadie se le ocultará la raigambre bíblica de estas reflexiones de Buber; leyendo los párrafos que acaban de citarse, es imposible no evocar el relato yahvista de la creación de Adán y Eva. Por eso nada tiene de extraño que la corriente personalista haya arraigado a lo largo del siglo XX en un importante número de pensadores cristianos.

Teología de la persona: la dignidad de la imagen de Dios
No debería sorprender que la muerte de Dios, proclamada por los ateísmos del siglo XIX, preludiase la muerte del hombre en el siglo XX. Guste o no, el eclipse de Dios es la crisis del hombre. Consiguientemente, par recuperar el concepto de persona será preciso retomar el hilo teológico de nuestro tema.
El Dios de la religiosidad israelita no es para el ser humano “el absolutamente otro”. Y porque Dios no es el otro, para la Biblia no tiene la alternativa “o yo o él”, puesta en circulación por el ateísmo humanista de Feuerbach, Marx, Bloch y Camus. El tú no es el yo, pero tampoco es el otro; es una parte real del yo en la comunión del nosotros. No sólo Dios es el tú del hombre, sino que el hombre es el tú de Dios. Al crear al hombre, Dios no crea una naturaleza más entre otras, sino un tú; lo crea llamándolo por su nombre, poniéndolo ante sí como ser responsable (=dador de respuesta), sujeto y partner del diálogo interpersonal. Crea en suma, no un mero objeto de su voluntad, sino un ser correspondiente, capaz de responder al tú divino porque es capaz del responder del propio yo.
De este llamamiento nativo a ser el tú de Dios deriva la dignidad del ser humano. Cada hombre, todo hombre, es algo único e irrepetible, posee el valor de lo insustituible. El hombre es el ser afectado por un crónico coeficiente de nulidad ontológica, de finitud. Si tuviese su razón de ser en sí mismo y para sí mismo, su valor no rebasaría la tasación de cualquier bien perecedero, no superaría la cotización de lo efímero. Así pues, sólo la relación al Absoluto absoluto de Dios puede hacer de la criatura contingente que el hombre es un absoluto relativo. El hombre es valor absoluto, porque Dios se toma al hombre absolutamente en serio. En su ser-para-Dios se ubica la raíz de la personalidad del hombre y, consiguientemente, el secreto de su inviolable dignidad y valor. Cristo, hombre entre los hombre, ha venido a confirmar decisivamente el valor absoluto de la persona humana.
Comentando el relato yahvista de la creación de la mujer, se ha observado ya que es el propio Dios quien advierte que el hombre está solo mientras le falta el referente personal situado a su mismo nivel. La única garantía, la sola prueba apodíctica de que yo respondo a Dios, me comunico con él en el amor, es la relación interpersonal creada.
El dato empírico certifica la contingencia del otro, no su absolutez; si, pese a ello, se le confiere valor absoluto, se está yendo más allá de la pura apariencia; se está intuyendo en el otro el trasunto enigmático del misterio por antonomasia que es el Absoluto a quien llamamos Dios. Se está haciendo un acto de fe, sépase o no, porque sólo la fe sabe leer en las apariencias para aprehender la realidad que late bajo las mismas. De ello se deduce que el que es incapaz de amistad es incapaz de religión.
El humanismo teísta y los ensayos de la ética laica tiene la asignatura permanentemente pendiente en el memorable aserto de Dostoyevsky: “si Dios no existe, todo está permitido”. Pero, si Dios existe, entonces el prójimo se nos aparece como el ser situado en la existencia por una libertad indisponible y superior a mi capricho o mi provecho, que lo ha creado porque lo ama incondicionalmente y lo ha escogido personalmente como su tú; un tal ser es inviolable, porque el propio Dios “reclamará su sangre” (Gn 9, 5-6). Más aún, si Dios existe, la mía es una existencia gratuitamente conferida, y esa gratuidad de mis existencia me dispone para entenderla y vivirla como libre autodonación, manteniendo en su trayectoria la impronta de su origen. Porque yo soy de Dios, y no de mí, debo ser para los demás. Siendo la clave de mi ser el recibimiento del mismo como don, la realización de ese ser ha de desplegarse en la línea del don. Sabiéndome originado de un puro gesto de amor, no seré fiel a mi ser sino permaneciendo en disposición de amor, en disponibilidad hacia el tú, en el que reconozco la misma absoluta validez que a mi me incumbe en cuanto efecto de la suprema liberalidad de Dios.
En la Gaudium et Spes es la primera vez que el magisterio extraordinario aborda un ensayo de síntesis sobre al persona, que la propia constitución formula del modo siguiente: “es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre, y por cierto el hombre uno y entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir” (GS 3). El planteamiento conciliar de la cuestión antropológica es decididamente bíblico-teológico, no filosófico,, psicológico o sociológico. El Concilio parte de la categoría de “imagen de Dios”; con ella se expresa la relación fundamental del hombre a Dios, su “capacidad para conocer y amar a su creador”; de ella deriva la relación al mundo y la superioridad cualitativa del ser humano respecto del resto de la criaturas. A este respecto, el lenguaje conciliar se hace categórico al excluir que pueda haber otra instancia que tutele más eficazmente el valor absoluto del hombre.
En resumen, el hombre es un ser personal en cuanto que es un ser relacional; la relación a Dios es primera y fundamenta la relación al mundo y la relación al tú. Todo lo cual se confirma con el hecho-Cristo, en vista del cual ha sido creado Adán, a título de boceto o esbozo preparatorio.


BERNARDINO LUMBRERAS ARTIGAS


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